"Enmascarados e intocables, aún no sabemos cuánto todo esto nos está cambiando", señala el columnista.
"Enmascarados e intocables, aún no sabemos cuánto todo esto nos está cambiando", señala el columnista.

Un año. No es mucho, pero suficiente. Hemos salido de la cuarentena. Me refiero a ese encierro que tenía mucho de sacrifico resignado, comprometido con el bienestar común, una especie de callejón oscuro en el que los golpes serían el precio de emerger libres para volver a lo nuestro. Como esos trechos iniciáticos sobre brasas ardientes en los que se sabe que, sin importar el dolor, seremos parte de una colectividad que ha vencido una prueba.

Sin esas ilusiones caminamos sobre una trocha embreada, nadamos en una piscina de gelatina, en estado de alerta permanente, dolidos por las pérdidas, tratando de llenar los vacíos que dejan personas, lugares, actividades, muchos de los cuales comienzan a perder consistencia en el recuerdo, se hacen brumosos y nos preguntamos si realmente eran como los recordamos. Desde la casa, la oficina —virtual o presencial—, los negocios, o dondequiera que nos dediquemos a sobrevivir, sacándole la vuelta a lo que estipulan las ordenanzas para vivir alguito.

Nos hemos convertido en avatares, no muy distintos de los que deambulan en nuestras pantallas, ya sea en las series o en los juegos o las redes sociales que nos entumecen. Enmascarados e intocables, aún no sabemos cuánto todo esto nos está cambiando y si, luego de que lo peor pase, persistirá el miedo, habremos aprendido lecciones y aprovecharemos nuevas oportunidades.

Ahora, cuando no estamos ya seguros de cómo era y no tenemos idea de cómo será, podemos tratar de vernos como somos y defender la humanidad que nos habita al igual que al resto de nuestros semejantes.