En esta época tan dura me toca acompañar a muchas personas en los más variados tipos de encierro concebibles. De todas las edades. Y uno de los trances más complicados es el que pasan jóvenes entre 16 y 19 años, en el último tramo de sus estudios escolares.
El problema, obviamente, no estriba en las dificultades de acostumbrarse a las características de la educación a distancia, el uso de las plataformas virtuales ni la ausencia de esa complicidad tan especial del último año. Hay algo de eso, de hecho.
Y también las distracciones que acechan, la tentación de estar sin estar, el arrastrar los pies frente a las tareas que se acumulan y la falta de motivación ante evaluaciones que parecen haber perdido sentido.
Pero lo que encoge el corazón es ese contundente convencimiento de lo que no ocurrirá. Ese deslizarse por los corredores o patios sabiendo que el terreno tan conocido se abre a fronteras y horizontes distintos, esa preparación agridulce para la adultez que se acaricia sin tener que ejercerla, esa mirada entre celosa y petulante hacia los que todavía se quedan atrapados en horarios rígidos, relaciones jerárquicas y conductas uniformes.
La certeza de que no habrá baile de promoción ni tampoco ceremonia de graduación, o de que serán reemplazadas, quizá, por alguna reunión forzada en plataformas de encuentro virtual. La convicción de que eso no tendrá reemplazo, por más que de aquí a un tiempo las cosas mejoren y hasta pasen.
Como me dijo un jovencito, de esos cerebritos que siempre vuela en la cima de todos los cuadros de honor: “Yo que despreciaba hace varios meses esos ritos como superficiales y prescindibles, hoy no puedo con la nostalgia anticipada de que ya no serán”.