No tienen puestos que conservar en empresas, ministerios o parlamentos, dice el columnista.
No tienen puestos que conservar en empresas, ministerios o parlamentos, dice el columnista.

Escuelas y universidades cerradas, hogares convertidos en espacios educacionales, gastronómicos, deportivos y laborales. Adolescentes tardíos y adultos jóvenes se han convertido en calderos donde se cocina un enorme resentimiento contra sus mayores y la sociedad en general.

No tienen puestos que conservar en empresas, ministerios o parlamentos. La pandemia los agarró haciendo calistenia al borde de la cancha, justo cuando estaban a punto de ingresar para jugar el partido de sus vidas. Encima de eso, les exigen proteger a los titulares.

Lo más probable es que estén desempleados o que hayan visto reducidos sus salarios, pasmando proyectos que recién habían comenzado o que estaban a punto de nacer. Y si se rehúsan a renunciar a los placeres del encuentro y la celebración, o la protesta política, los culpan de generar segundas olas de contagio en la pandemia que no quiere acabar.

Dado lo anterior y la manera contradictoria y poco eficaz con que se ha manejado la crisis sanitaria en casi todo el planeta, ¿puede sorprender altas dosis de insatisfacción con quienes están en las cabinas de mando de grupos económicos, empresas, comunidades y naciones; o que hayan considerado, ahogados por la ansiedad y depresión, la muerte como opción?

Si hay algo que caracteriza a la especie humana, es la capacidad de sus integrantes para hacer alianzas intergeneracionales que permiten aprovechar repositorios de experiencia acumulada y no inventar permanentemente la rueda, al mismo tiempo que se reparte adecuadamente la energía que sobra por un lado y la sabiduría ancestral que anida en los mayores. Desgraciadamente estamos viviendo momentos en que la natural tensión entre unos y otros se está convirtiendo en enorme desconfianza.

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