El profesor Ferguson fue el epidemiólogo que convenció a Boris Johnson de que poner a Inglaterra en cuarentena era lo más recomendable frente al virus. Era el jefe de un grupo de hombres de ciencia que en el Colegio Imperial de Londres modelaban el desarrollo de la pandemia y llevaron al confinamiento de la ciudad.

Tuvo que dejar su puesto: su pareja, con la que no convivía, lo visitó en dos ocasiones, contraviniendo el mensaje central de la estrategia, que es que cada individuo se queda en su casa. Así, un científico reconocido por su rigor, compromiso con el trabajo y un asiduo entrevistado en los medios de comunicación se vio envuelto en las contradicciones que suelen asolar a los seres humanos.

¿Cuántas de esas cosas son la sal y la pimienta de nuestras interacciones sociales? En los pasillos corporativos, en los bares, en las cafeterías de las universidades, en los encuentros camino a hacer las compras. Claro, nadie le dice a su interlocutor en voz modo chisme que tal asesinó a cual, pero la información intercambiada siempre trata sobre transgresiones, deslealtades, ambiciones, nada que lleve a la cárcel, pero que cohesiona a los chismosos en una complicidad inherente a la especie humana, que, además, traslada información importante, digamos que una suerte de contabilidad social.

Solo que ahora, cuando las reuniones sociales, las oficinas, las escuelas, los bares son anatema, lo que queda es hablar sobre los números de contagios, los conocidos en UCI, el colapso de los hospitales; o en alguna de las plataformas de interacción virtual, aprender y trabajar, quizá por ahí celebrar un cumpleaños. Pero no esa conversación ligera aunque necesaria, divertidamente seria, que nos ha robado la pandemia.

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