Somos auditores permanentes de las acciones ajenas, señala el columnista.
Somos auditores permanentes de las acciones ajenas, señala el columnista.

Hasta los 13 años hice natación de manera competitiva. No lo hacía mal, aunque mi horizonte de desarrollo en esa disciplina nunca me hubiera conducido a ninguna medalla. Fuera de que mi habilidad natural no era fuera de serie, me aburrían los entrenamientos por su naturaleza solitaria y mis desempeños a la hora de la verdad eran disparejos. En efecto, cuando nadaba en una pista alejada de quien era el favorito, no pasaba del tercer puesto, pero si lo hacía a su costado, podía pelear el primero.

Los humanos siempre hemos necesitado mirar al costado, por lo menos de reojo, para saber qué, dónde, cómo, cuánto nuestros congéneres, sean amigos, enemigos, aliados, adversarios o familiares, hacen. Somos auditores permanentes de las acciones ajenas, lo que nos permite elaborar teorías, adjudicar intenciones, definir estrategias o, simplemente, satisfacer nuestra curiosidad chismosa.

Lo anterior fomenta la creatividad, propicia la innovación, digamos que está en la base de las startups, de muchos éxitos extraordinarios, para no hablar de transgresiones, maldades y otras lindezas que nos hacen los que somos.

Aunque el trabajo virtual y la educación a distancia, con las maravillosas plataformas tecnológicas que las hacen posibles, son, para muchos, una de las transformaciones —la consolidación de una tendencia previa— más importantes producidas por la pandemia, me regresan a mi experiencia de nadador.

Es como que todos estuviéramos compitiendo, colaborando, con ahínco y compromiso, pero cada uno en una piscina aparte, separada de las otras. ¿Se puede nadar bien, rápido, y hasta batir récords? Quizá, pero…

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