(GEC)
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¡Qué hábil que soy! La suerte no existe, es una invención de los fracasados. Capacidad y sudor explican el éxito. Es obvio que cuentan, ¡y mucho!, pero sobreestimarlos es el tipo de ilusión que está en la base de nuestra identidad personal y lo que nos permite creer que el mundo no es caótico e injusto.

Y si añadimos el mensaje central del multimillonario negocio de los libros de autoayuda —si haces las cosas de una determinada manera, puedes lograr lo que quieras—, tenemos una fantasía colectiva en la que hemos vivido hasta hace poco: habilidad, voluntad y la receta adecuada no dejan lugar a lo impredecible.

Como ocurre con el funcionamiento de nuestro organismo —nos damos cuenta de que existe cuando falla—, la suerte se nos aparece como una variable central cuando, independientemente de nuestro esfuerzo y habilidad, las cosas salen muy mal, cuando nos damos cuenta de que hay una incertidumbre mayúscula, cuando hay un destino cuyo control siempre fue una ilusión conveniente, porque al fin de cuentas y si la serie temporal es lo suficientemente larga, el mundo sí es caótico e injusto o, por lo menos, indiferente.

Ese sentimiento de control, empoderamiento, que juega a nuestro favor en tiempos razonablemente normales, aunque los retos hayan podido ser enormes así como los riesgos, parece ser contraproducente cuando nada parece cuadrar e, independientemente de nuestro valor y destreza, el destino nos juega una serie de malas pasadas y las Nornas escandinavas o las Parcas griegas se burlan de nuestros grandes objetivos.

Parece que, en esos casos, quienes la pasan mejor son quienes piensan que el destino es inevitable y que, no importa cuán hábiles o tenaces, debemos decidir qué huella dejamos antes de nuestra cita en Samarkanda. Sí, no somos mucho más que lectores de estática, intérpretes del azar, pero eso no impide que nos hagamos responsables del sentido que le damos a ese pedazo de ruido que es nuestra vida.

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