Un loco suicida
Un loco suicida

Antes de subir al avión que nos traería de regreso a casa, estábamos todos bien de salud. El vuelo salió temprano de Los Ángeles. Apenas despegó el avión, tomé unas pastillas y dormí las cinco horas del vuelo. Mi esposa no durmió, vio películas. Nuestra hija desayunó y durmió un par de horas. Cuando llegamos a Miami, estábamos todos contentos, pero ya enfermos, solo que aún no lo sabíamos.

Vinimos a saberlo al día siguiente. Despertamos los tres con un incendio lacerante en la garganta, una creciente congestión nasal, una tos cavernosa que no cedía y tendía a empeorar. El avión nos había inoculado sigilosamente un bicho invisible y pernicioso. Nuestra hija debía volver al colegio al día siguiente, tras diez semanas de vacaciones.

Cada uno eligió cómo curarse: mi esposa bebió pociones breves de jengibre con limón; nuestra hija tomó jarabes para la tos; y yo fui a la farmacia y me apliqué la dosis más potente de antibióticos, pero, en lugar de tomar uno, decidí tragar dos, así atacaba con un ejército más poderoso a las tropas invasoras. El lunes la niña estaba mejor y pudo ir al colegio, mi esposa también se encontraba mejor y pudo salir a correr, y yo estaba peor, mucho peor, porque la doble dosis de antibióticos resultó contraproducente, o insuficiente, y los bichos intrusos ganaron terreno.

Así y todo, sintiendo en la boca un estanque de sapos, culebras y alimañas, tuve que ir el lunes a la televisión y oficié la misa laica, atea, libertina, en que consiste mi programa, ante una grey incierta, una feligresía de gente peripatética, dispersa en el mundo. Mi gran temor era que, hablando en el tono vitriólico e inflamado que suelo emplear en aquella tribuna pagana, una viborilla o una alimaña viva saliera despedida de mi boquita de caramelo y quedase adherida en la cara de mi interlocutor. Debido a eso, procuré aplacar las llamas de mi garganta bebiendo un café tras otro, moderando los decibeles de mi sermón.

No es infrecuente que vengan decenas de personas al estudio cada noche, a presenciar en vivo mi sermón iracundo, pendenciero. No es atípico que muchas de ellas sean de origen venezolano. No es insólito que algunas me regalen cosas. Lo que más me regalan, porque advierten que soy un gordito sin culpa, son chocolates, o tortas, o flanes caseros, y yo me llevo esos dulces a casa y luego me pregunto: ¿me como estos regalos, o mejor los tiro a la basura, porque uno pudiera estar envenenado? Como soy un loco suicida, generalmente me los como todos.

También me pidieron aquella noche lo que me reclaman a menudo en los tonos más afectuosos: que hablase por teléfono con la mamá que está en Orlando, o con la tía en Houston, o con la hermana en New Jersey, o que grabase un mensaje para unos estudiantes de periodismo, o que concediese una entrevista para un periódico clandestino, una revista digital, un diario escolar. ¿Cómo podría uno negarse, si todas esas personas vienen de tan lejos y son parte de la cofradía errante que he fundado?

Pero el lunes ya no me quedaban palabras ni sonrisas ni aliento tan siquiera, y la tos me tenía maltrecho y estragado, y, sin embargo, el público pedía una foto más, un saludito más, una entrevista al paso, tres preguntas nada más, Jaimito. Lo más arduo puede que sea entonces no hacer el programa en vivo, sino continuar haciéndolo amablemente, ya fuera de cámaras. Porque la gente te pide las cosas más insólitas: un préstamo, una donación, un pago al dentista, un viaje de reunión familiar, un editor que le publique un libro, un trabajo en el canal, una visa de trabajo, un dinero para financiar el próximo atentado contra el tirano. Y uno no tiene tiempo ni recursos para complacer tantos pedidos, tantas solicitudes desesperadas.

El lunes, y el martes, y el miércoles, respirando a duras penas, reprimiendo la tos, acallándola o disimulándola con cafés ardientes, arrastrando mis certezas con unos bríos que sentía diezmados y en franca decadencia, sintiéndome viejo y enfermo y corto de aire y fatigado de enfrentar quijotescamente a tantos malos profesionales, me pregunté si todo aquello valía realmente la pena. ¿Aprecian los dueños del canal el esfuerzo a menudo hercúleo que hago, los riesgos no menores que decido correr, para ganarles ciertas noches a las ficciones de Univisión? ¿Agradecen los gerentes que me juegue la vida en el programa, que consiga enhebrar o hilvanar o urdir, como una costurera paciente, el tejido de una hora y media cada noche, en el cual estampo mis opiniones, mis ucases, mis amenazas, mis profecías? ¿Me felicitan por los buenos, buenísimos ratings? ¿Me suben el sueldo, cuelgan un afiche con mi rostro en la fachada del canal? ¿Se preocupan por mi salud? No, no y no. Tres veces no. Nunca un saludo, una felicitación. Cuando me escriben, es para pedir algo, quejarse de algo, decir que algo no les gustó.

Así las cosas, es inevitable que, enfermo y tosiendo, me pregunte si no habrá llegado la hora de retirarme de la televisión, o de esta forma tremenda de hacer televisión, para dedicarme tan solo a escribir, como he soñado desde muy joven. No es que me vaya mal en la televisión, no: me va tan bien que me está matando. ¿Sería un hombre más contento si solo escribiera mis ficciones desmesuradas y no tuviera que ir todas las noches a predicar cosas sulfurosas en la televisión? ¿Extrañaría la tribuna del charlatán, el púlpito del hablantín, la sensación de poder que todo aquello procura, aunque solo sea brevemente? ¿Me sentiría jubilado, desahuciado, irrelevante?

Hace pocas semanas publiqué una novelita en clave de humor, titulada “Pecho Frío”. Salió solo en el Perú, antes salía en España y América a la vez. Me dijeron que saldría luego en otros países, eso está por verse. Le dejé la novela a mi madre: no la leyó, no me dijo nada. Dejé copias firmadas para mis hermanos, y son siete: nadie de momento reporta haberla leído. Quise enviarla de regalo a mis hijas: su respuesta fue el silencio, prefieren no recibirla. Mi esposa empezó a leerla y la dejó en la página treinta, y ella me ama, a no dudarlo me ama, pero la novela no la atrapó, mal que me pese. Sus padres, tan amorosos, no sé si terminaron de leerla. Entonces, si mi propia familia prefiere no leer mis libros, ¿sería prudente dejar la televisión, que llega a muchas más personas, para confinarme al gueto acotado, ensimismado, de la literatura?

Lo que me lleva a una conclusión melancólica: el éxito, a estas alturas de mi vida, no consiste en ser más rico, o más famoso, o más querido, o más poderoso. El éxito consiste, pura y simplemente, en no ir a la cárcel, en no ser arrestado. Puede que el éxito radique no tanto en hacer ratings abultados, ni en vender millares de libros, ni en amasar una vasta fortuna, sino en ser libre, sentirte libre, inmoderadamente libre, y en usar esa libertad, tu libertad, como mejor te dé la gana.

Yo me siento libre cuando salgo a caminar por mi barrio a paso lento; cuando duermo hasta mediodía; cuando viajo a alguna ciudad donde nadie me conozca; cuando digo en televisión lo que me sale viciosamente del forro; cuando me atrevo a publicar un libro que mi madre preferiría censurar.

Por eso, de momento, y solo de momento, elijo seguir escribiendo novelas y haciendo televisión. Pero, al mismo tiempo, presiento, y es solo una corazonada, que mis horas en la televisión están contadas, y cuando me permita el placer de dejarla por fin, después de tantos años fatigándola, será una fiesta de la libertad, un festín privado de la libertad.

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