(Foto: iStock)
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Cuando uno piensa en estrés, asocia grandes y traumáticas circunstancias. Nadie puede dudar de que atravesamos una de esas que figurarán en los libros de texto de historia —sería interesante hacer un concurso de redacción del capítulo dedicado a 2020 escrito en 2020— que leerán futuros alumnos.

Pero hay tensiones que se juegan en las miles de pequeñas interacciones que los individuos sostenemos con quienes más cerca están a nosotros. Y su efecto acumulativo pasa una factura quizá mayor que las turbulencias épicas. Microestrés, le llaman.

Como cuando nuestras energías y agendas se alteran por correos inesperados que provienen de un jefe o par, o nuestras funciones se desalinean por un pedido inopinado, o aumentan súbitamente nuestras responsabilidades. El desempeño rutinario, en el hogar o la oficina, se hace menos fluido y nos consume.

O como cuando revientan emociones negativas en conversaciones confrontacionales, perdemos piso porque nuestra red social se desarticula, nos sentimos responsables por el bienestar y salud de mucha gente a quien debemos cuidar, y hay una negatividad contagiosa a nuestro alrededor. Nuestras reservas afectivas parecen escasas frente a la incertidumbre sobre nuestra eficacia.

O como cuando nuestros valores se ven desafiados al deber lograr objetivos que nunca consideramos esenciales y nuestra autoestima en relación con nuestros entornos más íntimos disminuye. Nuestro sentido de identidad y propósito se quiebra.

Los últimos tres párrafos contienen incidencias que ocurren eventualmente dentro de un contexto razonablemente normal. Pero hoy, en el trabajo y el hogar, se dan casi todos juntos, en medio de una pandemia. Todos los microestrés dentro de un macroestrés.

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