(Getty/Referencial)
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Es interesante que al ser un encierro obligado y, por lo tanto, que define límites estrictos a nuestros movimientos, la cuarentena haya terminado derribando tantas barreras. Por lo menos, es cierto en los niveles medios y altos de la sociedad. En realidad nunca tantos muros han sido derribados: entre el hogar y el lugar de trabajo, entre diferentes lugares de trabajo, entre el hogar y la escuela, entre el colegio y la oficina, entre mi hogar y tu hogar.

Aunque no con la rigidez de antaño, un principio bastante respetado en las relaciones entre pacientes y terapeutas es que los segundos acceden a la intimidad de los primeros a través de los relatos mantenidos bajo secreto profesional, mientras que los primeros saben lo menos posible sobre los segundos. Pues bien, aquellos de mis pacientes con quienes hago sesiones virtuales conocen, hoy por hoy, varios ambientes de mi casa y yo igualmente. Es más, sobre todo los adolescentes, me llevan a hacer recorridos en línea de aquellos lugares que están decorando y redecorando.

¿Quién no ha escuchado los ruidos de las casas de nuestros colegas en medio de una videoconferencia que trata complejas operaciones financieras o coordinaciones logísticas o simples intercambios de ideas sobre la situación? ¿Quién no ha escuchado una voz infantil en el fondo o un rostro de niño que cruza la pantalla, con saludo y sonrisa incluidos?

Como que las estrictas divisiones burguesas se hubieran parcialmente cancelado y una cierta vivencia comunitaria comenzara a afirmarse, por lo menos en los confines del encierro.

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