(Photo by Ernesto BENAVIDES / AFP)
(Photo by Ernesto BENAVIDES / AFP)

Uno puede saltar de un acantilado y está seguro de que la ley de gravedad no se va a aplicar en su caso o que una mano providencial y divina va a detener su caída. Estaremos de acuerdo en que su salud mental está desahuciada. Si vemos que se lanza en parapente, la cosa cambia y ya no es un asunto de insania. Nos preguntaremos si tiene experiencia suficiente, si el aparato está en buenas condiciones, podremos admirar, envidiar o sorprendernos de su arrojo, quizá decirnos que eso no es para nosotros.

La verdad es que los humanos somos malos con las probabilidades y, por consiguiente, evaluando riesgos: generalmente los subestimamos o sobreestimamos. En tiempos de pandemia, es un asunto crucial. Entre hacer como si nada pasara y dejar de hacer para que nada pase hay una serie de matices. Tanto en el nivel de las autoridades como de los individuos. Ver el asunto como un dilema entre libertad y prohibición desgasta recursos y lleva a una polarización ideológica.

Me recuerda los debates sobre las drogas: legalización en nombre del derecho de la gente a decidir su destino o erradicación de su consumo no llevó a ningún lugar. Asumir que un porcentaje de personas las va a usar pero dedicar esfuerzos a que eso ocurra lo más tarde posible y reducir los daños que eventualmente ocasionan es una aproximación mucho más sensata.

Lo mismo ocurre con el virus: diseñar políticas sensibles a las condiciones del lugar –toda epidemia es local–, dar a las personas información sobre cómo minimizar el contagio, ejercer autoridad inapelable sobre ciertos comportamientos, y en ocasiones imponer limitaciones colectivas, es la única manera de mantenerlo a raya, sin paralizar la sociedad ni ahogar su salud.

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